Pasa al interior y ponte cómodo

27.6.08

Microambientación


De izquierda a derecha: Carlos Marzal, Francisco Brines, Federico Martín Nebras y un servidor en el IV Encuentro de Animadores a la Lectura de Arenas de San Pedro.
Gracias por la foto, Isabel

14.6.08

Tiempo de cerezas



IV Encuentro de Animadores a la Lectura

Fruto de la poesía
La naturaleza de la creación.

No cantéis a la rosa, oh poetas
hacedla florecer en el poema

Vicente Huidobro


La poesía es fruto. Fruto de la mirada y el trabajo, de un proceso lento de germinación y cultivo que tiene su sentido último en el apetito lector. El poeta –como el hortelano– estercola la página; la prepara para recibir la simiente que dé origen al poema; mira a su alrededor; busca la forma de contener el mundo en esa pequeña semilla que prenderá, echará raíces, crecerá y dará su fruto.

Gottfried Benn y T. S. Eliot afirman sobre ese proceso de germinación: “Hay primero un embrión inerte o germen creativo y, por otra parte, el lenguaje, los recursos de las palabras bajo el imperio del poeta. Este tiene algo germinando dentro de sí, para lo cual debe encontrar palabras; pero no puede saber qué palabras quiere hasta que las ha encontrado: no puede identificar este embrión hasta que ha sido transformado en una disposición de las palabras justas en el orden justo.”
Y señala Jacques Maritain: “No hay experiencia poética sin que se dé un germen secreto, por insignificante que sea de un poema” El poeta se vale de la experiencia propia y ajena para escribir; lee a otros poetas; mira a su alrededor; prende la mirada en las cosas; busca sus raíces y esparce por el folio el resultado de esa labor atenta y delicada, hecha con amor, que es nombrar las cosas, darles vida propia, tal y como señala José Luis Puerto en su poema-letanía “Camino de las raíces” de su libro Señales:

CAMINO de las raíces,
Entre luces, entre sombras,
Río arriba, río arriba,
Hasta encontrar lo que importa.

Hasta encontrar la semilla
Que llevamos y nos nombra;
Hasta encontrar el jardín,
La lengua generadora.

La lengua que crea el mundo,
La que revela las cosas
Y la que llama a los seres
Con sílabas salvadoras.

Camino de las raíces,
Por el bosque, entre la fronda;
La voz del corazón dice:
Lo que amamos sólo importa


La semilla del poema es la idea misma, el sentimiento que impulsa al poeta a nominar las cosas. Cada idea necesita de la palabra que la haga eficaz, que la abone, que la convierta en emoción. La vida empieza en la semilla, en el semen, en el germen:

Así lo afirma José Ángel Valente en su poema “Rotación de la criatura”:

En el ojo de Dios verde y profundo
la primera semilla aún busca el fondo,
y todo gira allí del limo al hombre
para que el mundo empiece todavía.


Aunque la semilla, por sí sola, no garantiza la vida o el poema; es preciso el cuidado, la atención, la vigilia constante para que el agua, la luz y la tierra envuelvan la promesa del fruto. Pero no siempre tenemos la suficiente serenidad para organizar nuestra prisa y nuestra espera del mismo modo en que lo hace el moribundo del poema “La esperanza” de Gastón Baquero:

Recuerdo siempre al moribundo aquel,
el que prorrogaba su vida contemplando una rama,
al extremo de la cual solo quedaba una hoja,
nada más que una hoja resistiendo al cierzo
y a la tramontana: una hoja empeñada en no morir.


En esta espera es importante pensar en los agricultores que, año tras año, siembran las tierras para pasado un tiempo cosechar, o en quienes repueblan los bosques arrasados por las llamas con nuevos árboles o en la generosidad del que planta un árbol centenario para que lo disfruten generaciones futuras. También escribir es un trabajo de reforestación permanente; una manera eficaz de dar forma a las semillas de nuestra imaginación. Pero para que el resultado sea satisfactorio, tenga sentido y sea verdaderamente natural, debemos de ser pacientes. Toda precipitación es mala, y mucho más en la poesía.

El resultado de este trabajo, de esta labor conjunta entre el hombre y la naturaleza siempre vale la pena. Y así nos lo recuerda Manuel Diaz Luis en “Valdrá la pena”, uno de los poemas que forman parte del libro Labor de hombre:

Si no quedara nada para hablar
De lo que fuimos

Si la vida del hombre y su labor
Fueran baldías

Sólo por respirar en plenitud
Y haber amado

Valdría la pena ser abono y ser
Sustento y suelo

De otros que han de seguir los mismos pasos.


El cultivo del huerto y de la poesía son procesos similares; dos ciclos vitales que tienen su catenaria en la vida y la muerte. La materia orgánica no se crea ni se destruye sino que se transforma. La muerte es el origen de la vida; lo que da sentido a nuestra existencia. Sin la conciencia de la muerte, nuestro paso por el mundo sería distinto; de ahí la importancia de vivir y hacer vivir, año tras año, los frutos de nuestro huerto. Ese es el recado de Leopoldo de Luis en su poema “Por un vivir activo” y que forma parte de su libro Juego limpio:

1

No es verdad que tengamos que morirnos.
Nadie se muere si en la tierra deja
una clara semilla que la reja
del arado del tiempo ahínque. Irnos

quedando en los demás día tras día,
dándonos en amor y en esperanza.
Si nuestra voz segura se afianza
en la verdad, no sonará a vacía.

No sonará a desnuda, inútil caja,
sonará a corazón: verso, obra, hijo:
a lo que rumorosamente crece.

Arrancad a la vida esta mortaja
con vuestro propio ser: un amasijo
de tierra y sueño y luz que no perece.

2

De tierra y sueño y luz que no perece
es esta carne que a la tierra damos
porque somos igual que verdes ramos
por los que un árbol grande y vivo crece.

La vida de la tierra enriquecemos,
en nosotros su gran mar muere y nace
y estos huesos de cal que se deshace
en ese mar son necesarios remos.

Pequeños remos que a mover ayudan
el navío. La vida está encallada,
hundida está en un cieno indiferente.

Que los remos de cada uno acudan
y remuevan la negra agua estancada
y remen, remen más, contra corriente.

Es labor del poeta y del labriego bregar en esta vida, bregar con las palabras y la tierra, dar forma al fruto que la tierra y el amor nos deparan. Y una vez recolectado el beso o el poema, una vez saboreado el premio ya maduro de algún sueño o una idea, nuestra labor de hombre, nuestro esfuerzo, se verá compensado. Por eso poeta y labriego han de arar y cantar con entusiasmo, siempre con la esperanza y la mirada puesta en el fruto de su trabajo, aunque la desolación y el hastío empañen a veces su esfuerzo. Es la reflexión que hace Gabriel y Galán en este fragmento de su poema “Ara y canta”, del libro Campesinas. En él invita a la alegría a quienes piensan si vale la pena tanto sacrificio, si no es mejor poner la vista en otras lindes, más allá del folio o la tierra de labor que tan duro oficio acarrean:

I

Labriego, ¿vas a la arada?
Pues dudo que haya otoñada
más grata y más placentera
para cantar la tonada
de la dulce sementera.

¿Qué has dicho? ¿Qué al desgraciado
que pasa el eterno día
bregando tras un arado
jamás cantó la alegría,
si alguna vez ha cantado?

Es una queja embustera
la que me acabas de dar
¿No sabes que yo sé arar?
Pues déjame la mancera,
y oye, que voy a cantar.

II

“Labriego poco paciente:
si crees que sólo tu frente
vierte copioso sudor
que sorbe innúmera gente,
sal de tu error, labrador.

Lo dice quien es tu hermano,
quien canta tu lucha brava;
lo dice quien por su mano
siega la mies en verano
y el huerto en invierno cava.

¿Qué sabes tú del tributo
que el mundo al trabajo rinde,
ni qué sabes de su fruto,
si no has traspuesto la linde
del terruño diminuto?

Si el mundo aquel te impusiera
yugos que impone al mejor,
pensaras que tu mancera,
si no es la más llevadera,
tampoco es la cruz mayor.

[...]

¿Qué espíritu engañador
o torpe decirte quiso:
“Llora y suda, labrador,
que el mundo es un paraíso
regado con tu sudor”?

[...]

Ara tranquilo, labriego,
y piensa que no tan ciego
fue tu destino contigo,
que el campo es un buen amigo
y el dulce miel su sosiego,

y es saludo el puro día,
y estas bregas son vigor,
y este ambiente es armonía,
y esta luz es alegría...
¡Ara y canta, labrador!”

Ya hemos insistido en que el poema y el fruto son el premio al esfuerzo del poeta y el hombre de campo. La tierra es prodigio y madre, como lo es la imaginación. Nada hay bajo la tierra –señala Claudio Rodríguez en su poema “Cosecha eterna”– que no salga a la luz. Así también es la génesis del poema, que tarde o temprano aflora sobre el terreno virgen del folio y se nos revela como fruto:

Y, nada, nada
habrá bajo la tierra que no salga
a la luz, y ved bien, a pesar nuestro,
cómo llega la hora de la trilla
y se tienden las parvas,
así nos llegará el mes de agosto,
del feraz acarreo,
y romperá hacia el sol nuestro fiel grano
porque algún día se alzará la tierra.
¿Quién con su mano eterna
nos siembra claro y nos recoge espeso?
¿Qué otra sazón sino la suya cuaja
nuestra cosecha? ¿Qué bravío empieza
a dar sabor a nuestro fruto? ¡A ese,
parad a ese, a mí, paremos todos:
nuestra semilla al viento!
Pero qué importa. ¡Ved, ved nuestro surco
avanzar como la ola,
vedle romper contra el inmenso escollo
del tiempo! Pero qué importa. ¡A la tierra,
a esta mujer mal paridera, demos
nuestra salud, el agua
de la salud del hombre! ¡Que a sus hijos
nos sienta así, nos sienta
heñirla sin dolor su vientre a salvo!

Y qué bien sabe el fruto del esfuerzo, el fruto hecho poema con las palabras que –en boca de Carlos Edmundo de Ory– el poeta hurtó del árbol, del dulce verbo celestial divinas.

He aquí una breve muestra de frutos: una patata cultivada por Domingo López Torres en su libro Lo imprevisto, una sandía de la huerta poética de Salvador Rueda y una hermosa naranja arrancada del árbol titulado Libro de las loas de Antonio Oliver:

LA PATATA

Descansabas, incauta, adormecida,
azul en tu indecisa adolescencia,
verde en la distracción de los quehaceres,
de tu casa, tu sexo, tu ventura.
La tierra, blanca, negra o colorada,
ponía ya un estigma a tu destino
de blanda, dura, amarga
o dulce carne.
Podías navegar por las alturas
de los mares más hondos,
o perderte en la insulsa algarabía
del discurrir más tonto
por el cauce normal de la costumbre.
Así, sin conocer el jubiloso grito
de la entrega sin qué, ni cómo, cuándo,
que multiplica en 7 lo que es 1,
un 16 cualquiera, entre mis manos,
temblorosa, indecisa, sucia, negra,
caíste.
El filo más agudo del deseo,
de mi sangriento amor,
mi ruin coraje,
te arrancaba la piel entre mis dedos,
y los gritos, lamentos y suspiros
se perdieron sin eco entre mis manos
de asesino inexperto.
Cuando tu cuerpo blanco, mutilado,
cayó sobre las aguas de tu cielo,
el gris estaño de tu desventura,
se partió en mil pedazos.

LA SANDÍA

Cual si de pronto se entreabriera el día
despidiendo una intensa llamarada,
por el acero fúlgido rasgada
mostró su carne roja la sandía.
Carmín incandescente parecía
la larga y deslumbrante cuchillada,
como boca encendida y desatada
en frescos borbotones de alegría.
Tajada tras tajada, señalando
las fue el hábil cuchillo separando,
vivas a la ilusión como ningunas.
Las separó la mano de repente,
y de improviso decoró la fuente
un círculo de rojas medias lunas.

LA NARANJA

¡Qué gozo da, naranja,
tenerte entre las manos!
¡Qué gozo tu volumen
que sideral, alcanzo,
como quien de la noche
llega a coger un astro!

Si constelas
el árbol,
sobre la mesa pones
los resplandores áureos
que apartan la tiniebla,
el duelo y el quebranto.
Naranja, mundo en ciernes,
dulce globo terráqueo,
dicha redonda
al tacto.
Te miro, con delicia;
con arrobo, te palpo;
más que fruta, eres hembra
cuando apuro tus gajos.
En el balcón tu cáscara
es un rizo dorado,
tirabuzón de bella,
chorro de luz,
escándalo.
Gloriada sea la tierra
que te encendió en su parto
para que perfumases
la vida, el ser, el ámbito.


Gran milagro y prodigio el de la maduración de un poema o un fruto. Ambos exigen de una atenta espera, pero también de luz y agua, de savia, de aliento, antes de llegar al paladar, de regalar su pulpa y su esencia.
Pero a veces el fruto no madura y se malogra. O se pudre en silencio. Y vuelve a la tierra o al origen con el propósito de abonar y fertilizar la tierra pues no se presta al bocado. Atendamos pues al poema y al consejo de “La pera verde y podrida” de Concepción Arenal para que el fruto verde y el adolescente completen su maduración y no caigan del árbol antes de tiempo:

Iba un día con su abuelo
paseando un colegial
y debajo de un peral
halló una pera en el suelo.
Mírala, cógela, muerde;
mas presto arroja el bocado,
que muy podrida de un lado
estaba y del otro verde.
Abuelo, ¿cómo será,
decía el chico escupiendo,
que esta pera que estoy viendo
podrida, aunque verde, está?
El anciano con dulzura
dijo: vínole ese mal
por caerse del peral
sin que estuviera madura.

Lo propio sucede al necio
que, estando en la adolescencia,
desatiende la prudencia
de sus padres con desprecio;
al que en sí propio confía
como en recurso fecundo
e ignorando lo que es mundo
engólfase en él sin guía.
Quien así intenta negar
la veneración debida
en el campo de la vida
se pudre sin madurar

Abramos los ojos. Sepamos ver en el poema maduro la simiente de donde surgió, la emoción que palpita entre sus letras, la vida que contiene, su valor proteico. Y aprendamos del que sale al campo a respirar, a trepar por las ramas de los árboles y la fantasía, a soñar verso a verso, tallo a tallo. Y probemos con fruición versos y frutos. Saboreemos su carne y su jugo. Vivamos con intensidad el milagro de la vida. Sintamos la savia al respirar, intuyamos la raíz y los presentimientos, cortemos las rosas del instante. Cosechemos nuestros propios frutos. Sintamos la naturaleza –como afirma Aníbal Núñez en su libro Naturaleza no recuperable– germinar en nuestros sentidos, la ciencia de la vida en libertad, el fruto de la poesía:

Ir al campo bebernos todo el campo
subirnos a las ramas
¡qué maravilla andarse por las ramas!
confundirnos las bocas con cerezas
oler a jara el cuerpo
merendar la cascada y chocolate
trenzarte una corona de juncos del arroyo
contar las veces que la piedra roza
con el agua aprender
botánica sin flexo
zoología sin matrícula

Pero el señor rector y sus bedeles
nos tienen encerrados a la sombra
del Árbol de la Ciencia
y lo siguen regando
con tinta de tampón
¡Maldito frutal éste
que no da más que peros!


Raúl Vacas e Isabel Castaño
Escuela del Campo “De Vacas y Castaño”

Cartel: Marc Taeger