Pasa al interior y ponte cómodo

22.4.06

Salamanca on the rocks




Y huyó la noche y con la noche huían / sus sombras y quiméricas mujeres, /
y a su silencio y calma sucedían / el bullicio y rumor de los talleres.

El Estudiante de Salamanca
JOSÉ DE ESPRONCEDA



Salamanca on the rocks

Cae la noche, como el sueño de un gigante, y la ciudad estrena lencería. Ahora las piedras lucen diferentes, maquilladas, ajenas a la Historia. Y en sus entrañas hacen ruido los recuerdos, las leyendas oscuras, los secretos nunca revelados.
Las nubes escurren su nostalgia sobre los tejados rojos mientras arde el hechizo en calles y fachadas.

Vistas desde la cuesta de San Blas –perfectamente iluminadas– la Clerecía y la Catedral parecen hechas de turrón y adornadas con flan y caramelo.
Por la Calle Compañía pasean los últimos ancianos; las parejas de novios, discutiendo; los rebaños de guiris masticando el idioma y un par de monjas de clausura.

Todo es distinto cuando llega la noche. La ciudad se revela misteriosa y única y hasta el rincón más escondido parece de novela, untado con la luna.
Cerca de las Úrsulas, las estudiantes corren –como Cenicientas puntuales– para llegar pronto al amor. En la Universidad cantan las ranas bajo el compás de compasillo de Fray Luis. Y los tunos afinan sus piropos al lado del Fonseca.
Detrás de las fachadas –en los claustros– se oyen endechas de mujer, ruido de espadas y oraciones, copas que brindan con ron miel, suspiros fúnebres.

Aún suena en los pomos de las casas viejas el eco del pasado. Aún, en las noches más cálidas, pícaros y bachilleres apuran sus cervezas en la calle de Libreros. Aún saben a clorofila los besos en el Huerto de Calixto y Melibea. Aún sueñan los aprendices de hechicero con obtener Cum Laude en brujería y burlar al diablo y a su sombra, como el Marqués de Villena. Y en las Iglesias y conventos aún, frailes y monjas, rumian proverbios y responsos.

Como llegados de la muerte, los estudiantes rugen en los bares mientras se muere el sábado. Con los apuntes aún recientes apuran sus caladas de fortuna, los bises de los vatios, los sueños de garrafa.
Ya nada importa el sueño del reloj; afuera todo sigue estando ahí, con traje de domingo. Y las farolas aún tienen ideas. Y las cigüeñas duermen en sus nidos, como novias descalzas.

Poco a poco la luz oxida el horizonte. Poco a poco los bares vomitan los penúltimos clientes que vuelven bostezando hasta sus camas. Y hay héroes de la noche que ponen en común sus calderillas para coger un taxi en El Corrillo. Náufragos del amor que antes de abandonarse al sueño y la resaca buscan la sombra y el perfil de Adares, bailando en su sillita, bebiendo calimocho.

Apenas recobrado el mapa del silencio, se despierta el tráfico, tosen enfermos los camiones, pían felices los semáforos, Colón se despereza. Y la ciudad se limpia el maquillaje de la fiesta. Y el toro muge en la puente al lado de la encina.

Alto soto de torres y de grúas es el paisaje póstumo cuando madruga el alba. Atrás quedan las huellas de la noche carnívora, la lejana conquista del presente, los huesos del amor y el perfume que añora el astronauta.

Solos en la madrugada, los barrenderos riegan las aceras, lamen la lluvia de febrero en los escaparates y cepillan recuerdos inservibles y lágrimas perdidas y poemas. Lento, como los elefantes viejos, el día se acomoda entre las casas. Canta el gallo en la Torre. Salamanca se enciende, adolescente y blanca.

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